Durante mucho tiempo, vestirse fue una manera de seguir el ritmo del mundo. Cada temporada traía consigo nuevas tendencias, nuevos colores, nuevas prendas. Las vitrinas cambiaban con la misma rapidez con la que las redes sociales dictaban lo que estaba “in” o “out”. Pero en medio de ese torbellino de consumo, comenzó a nacer una mirada distinta: la idea de que vestirse no solo es una cuestión estética, sino también ética. Y de que elegir ropa de segunda mano no es una falta de estilo, sino una forma de resistencia.

En un país como Colombia, donde la moda es una expresión viva de identidad y creatividad, hablar de sostenibilidad puede parecer una contradicción. Las ferias de ropa, las tiendas de barrio y los puestos callejeros están llenos de color, de texturas y de historias. Sin embargo, detrás de ese universo encantador hay una realidad silenciosa: la industria de la moda es una de las más contaminantes del planeta. Desde el uso excesivo de agua hasta la explotación laboral en países del sur global, la “fast fashion” se sostiene sobre dinámicas que muchas veces preferimos no ver. Y es precisamente ahí donde la ropa de segunda mano —la “ropa usada”, la “vintage”, la “de feria”— se convierte en un acto político.
Comprar de segunda mano no es solo una decisión económica; es una postura frente al sistema. En un mundo que impulsa la idea de lo nuevo como sinónimo de valor, optar por algo que ya tuvo una vida anterior rompe el ciclo del consumo desmedido. Cada prenda en una tienda de segunda tiene una historia: una camisa que acompañó a alguien en una primera cita, una chaqueta que viajó a otra ciudad, un vestido que alguna vez fue parte de una celebración. Vestirse con ellas es, de algún modo, vestir la memoria de otros, y darles una nueva oportunidad de seguir contando.
Además, el auge de la ropa de segunda ha transformado la forma en que muchas personas entienden el estilo. Lo que antes era visto como “ropa vieja” hoy se asocia con autenticidad. No se trata solo de ahorrar dinero, sino de buscar piezas únicas, distintas de lo que ofrece la moda masiva. En Bogotá, por ejemplo, barrios como Chapinero, el 7 de Agosto o San Felipe se han convertido en puntos clave para el comercio circular. Tiendas como Flamingo, Retro Queen o El Trueque funcionan casi como pequeños museos de la moda: cada prenda cuenta algo, y quien la elige decide reinterpretar esa historia a su manera.
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Pero esta tendencia también ha traído consigo una reflexión más profunda sobre el consumo y la identidad. La moda de segunda mano invita a desacelerar. A pensar antes de comprar, a valorar la durabilidad de las prendas y a construir un estilo más personal. En lugar de dejarnos guiar por lo que dicta el algoritmo, aprendemos a escuchar lo que de verdad nos gusta. Vestirse, en ese sentido, se convierte en un ejercicio de autoconocimiento.
Por supuesto, la popularidad de la ropa usada también ha generado tensiones. El mercado de segunda se ha vuelto tan rentable que muchas marcas intentan apropiarse del discurso de la sostenibilidad sin asumir compromisos reales. El “greenwashing” —esa práctica de simular conciencia ambiental para vender más— se ha infiltrado incluso en los espacios alternativos. Es común ver tiendas que compran ropa usada al por mayor en el extranjero para revenderla a precios altos, desvirtuando el espíritu comunitario y accesible que originalmente definía estas prácticas. Así que comprar de segunda también exige una mirada crítica: preguntarse de dónde viene la prenda, quién la seleccionó y a quién beneficia realmente su venta.
Más allá del comercio, la ropa de segunda ha abierto nuevos espacios de encuentro y creación. Los mercados de intercambio, las ferias de trueque y las iniciativas de reciclaje textil no solo promueven un consumo más responsable, sino que también fortalecen la idea de comunidad. Hay algo profundamente humano en compartir ropa: en darle algo tuyo a alguien más, en recibir algo que alguien ya amó. Es un gesto que desafía la lógica individualista del capitalismo y que recuerda que lo material puede tener valor afectivo.
En redes sociales, este movimiento se ha amplificado. Jóvenes creadores, influencers y artistas usan sus plataformas para mostrar cómo se puede vestir bien sin contribuir al exceso. Le dan una nueva narrativa a la ropa usada: la de la creatividad, la del estilo propio, la del cuidado del planeta. Los GRWM (“Get Ready With Me”) con ropa de segunda no son solo videos de moda; son declaraciones de principios. Detrás de cada look hay una reflexión sobre consumo, clase, trabajo y medio ambiente. En ese sentido, la moda de segunda mano no solo se usa: se piensa, se siente, se discute.
También hay una dimensión emocional que no siempre se nombra. Al usar ropa que tuvo otra vida, nos conectamos con la idea del tiempo y del paso de las generaciones. Hay prendas que cargan la textura del pasado, que huelen a nostalgia, que nos hacen sentir parte de algo más grande. Tal vez por eso, en una época tan marcada por la inmediatez, muchas personas buscan justamente lo contrario: algo con historia, algo que dure, algo que no se borre al primer scroll.
En el fondo, la moda de segunda mano nos recuerda que lo que vestimos también puede ser una forma de cuidar. Cuidar el planeta, cuidar a quienes producen la ropa, cuidar nuestra economía y, sobre todo, cuidar nuestra identidad. Porque cada elección que hacemos al vestirnos habla: de lo que creemos, de lo que valoramos, de lo que soñamos. Y elegir con conciencia —aunque sea una simple camisa rescatada de una feria— es una forma de decir que no todo tiene que ser nuevo para tener valor.
Así que la próxima vez que alguien entre a una tienda de segunda, que se pruebe una prenda y se mire al espejo, tal vez esté haciendo algo más que elegir ropa. Tal vez esté tejiendo una pequeña forma de resistencia, una manera de recordar que, incluso en lo cotidiano, podemos tomar decisiones que transformen el mundo. Al fin y al cabo, la moda no es solo lo que se ve: es también lo que se siente, lo que se elige y lo que se deja atrás.